“La historia es un pez
que todo lo devora”
Manuel Brunelli , “Detrás del tiempo”
No he sabido nunca cómo ocurrió que aquel tipo, de unos cuarenta años, que se hacía llamar Dardo, un día se presentó en la puerta de mi casa y terminamos tomando vino hasta tarde. Él me buscó para que hiciéramos una obra de teatro juntos ya que nos unía el oficio de actor. Enseguida sospeché que tenía un problema con la provincia de Buenos Aires; él decía, como al pasar: “esa forma de gordo de patas flacas que tiene, me pone sentimental” y claro que no era parte de su guión, aunque él lo decía cada vez que actuaba, de forma que el público apenas llegara a reflexionar sobre lo dicho. Pero el caso no era el cambio de líneas, sino esa gira rara que un día me propuso por todo el interior de la provincia. Decía que había conseguido quien nos pague los gastos de movilidad y nosotros tendríamos que hacer la obra en una serie de pueblos que me enumeró de memoria como si hiciera años los conociera: San Clemente, Ochandio, La Gloria, Trapiche, Albardón, Rodeo, Alcázar, La Dorada, Pampayasta, Elortondo, Zarate y Buenos Aires. Yo que apenas conocía San Clemente y Zárate le pregunté si realmente eran pueblos de la provincia, a lo que contestó que eso era otra historia que ya me iba a contar con fino detalle. Me sorprendió un poco porque “fino” no era una palabra que él usara con frecuencia, aunque lo que me preocupaba era lo que pudiera tramar detrás de esa gira.
Después de que me vino a ver la primera vez, realizamos una adaptación de “Las moscas” de Sartre y la pusimos en escena durante tres años: del 51 al 54. Como a Dardo, esta puesta no le parecía adecuada para el porte de los paisanos del interior, me trajo un guión escrito por él, de un unipersonal llamado “Buenos Aires no termina aquí”. Actuaría solamente Dardo y Yo sería un especie de representante que conseguiría los lugares en los pueblos elegidos.
La obra trataba de un hombre mayor que vivía en las costas del Río de La Plata, en un arrumbado micro naranja. Este hombre, trabajado por la crudeza de la costa en invierno, subsistía gracias a que, según él, pescaba un pez llamado Buenos Aires. Este pez, grande y majestuoso, tenía varias particularidades: no tenía escamas; desde la cola hasta la cabeza todo era comestible y en su vejiga natatoria solía encontrarse una espacie de perla muy cotizada en el ambiente de los joyeros. Esto hacía que el viejo hombre de río consiguiera unos pesos para subsistir de manera precaria para alguien que quiere una vida simple y sin sobresaltos. Así lo hizo durante treinta años hasta que un día el pez Buenos Aires desapareció de las costas del río, tal vez porque se extinguió o tal vez porque un día decidió irse a otras aguas más cálidas y tranquilas. Así pasó tres años pescando sólo especies vulgares. Hasta que un día, mientras recorría la pequeña playa, le pareció ver a lo lejos la aleta de su pez. El pobre viejo, desesperado se tiró al río a buscar lo que le pertenecía. Aferrado a un tronco, permaneció durante nueve noches en el agua a la deriva, hasta que en su última agonía sintió que era llevado por un cardumen de peces Buenos Aires y era devorado en el fondo barroso del río hasta hacerse perla en la vejiga.
Debo reconocer que la historia me pareció un tanto extraña, aunque con el tiempo y el modo en que Dardo hacía de viejo pescador, llegué a emocionarme hasta las lágrimas. La gente de los pueblos se congregaba en los teatros. Cuando Dardo veía la sala llena hasta la escalera, me miraba de reojo y me decía “viste, lo vamos a lograr, ¡lo vamos a lograr!”. Tanta razón tenía, que la gira estaba siendo un éxito. Recuerdo cuando empezamos, en agosto del 54, él me dijo que era necesario hacer la primera función en San Clemente y seguir el itinerario en forma rigurosa y volvió a repetir: San Clemente, Ochandio, La Gloria, Trapiche, Albardón, Rodeo, Alcázar, La Dorada, Pampayasta, Elortondo, Zarate y Buenos Aires. Yo mismo llegué a conocer de memoria esa lista. Claro que cuando llegamos a La Gloria estábamos en La Pampa, después estuvimos en Trapiche que quedaba en San Luis y luego en Albardón que se encontraba en San Juan y así recorrimos gran parte del país, ya muy lejos de la provincia de Buenos Aires. Una noche no aguanté más y le dije que me daba cuenta de que nadie le había pedido que hiciera la gira, que era él el que ponía el dinero para los viajes y que necesitaba saber lo que pasaba. Ni siquiera me dirigió una mirada, se dio vuelta casi despectivamente y siguió durmiendo. La verdad es que nos estaba yendo realmente bien y que la plata para los viajes siempre estaba, así que no dije nada hasta Zárate. Cuando llegamos ahí, lo noté muy nervioso a Dardo. La sala como siempre estaba llena y antes de subir al escenario Dardo miró al público, después me miró con ojos graves y me dijo:
- ¿te diste cuenta de que ya estamos cerca de Buenos Aires?
- Claro, ya estoy ansioso por volver
- Volver, ¿te parece que vamos a volver al mismo lugar?
¿Qué podía decir yo a esa pregunta?.Ese día no fue su mejor actuación, pero habíamos armado una escenografía imponente, con el micro naranja detrás, por donde salía Dardo y se sentaba en el borde del escenario, muy cerca del público. Luego hacía que pescaba con una caña de utilería con un gesto paciente y seguro. Durante unos segundos, que parecían interminables, quedaba toda la sala en silencio. Era el momento en que el rostro del viejo se transformaba porque se daba cuenta de que el pez Buenos Aires ya no estaba. Entonces se levantaba, rendido. Entraba al micro, demasiado lento para mi gusto y sacaba medio cuerpo por una ventana que le habíamos hecho y decía un breve monólogo que no recuerdo exactamente, pero era algo así:
“He vivido durante treinta años del pez Buenos Aires. En las noches me duelen las manos de tirar brutalmente de la caña cuando lo aprisiono. Empiezo a quererlo cuando veo que se abre sutilmente el agua y después, cuando la cola rompe con la armonía del paisaje blando. Se resiste, tendrían que ver cómo lucha por salvarse. Mi pez conoce que se la va la vida en ese hilo redentor. Después, sobre la arena oscura, se arrastra retorciendo el cuerpo mientras lanza chillidos. Sonrío, aunque no sin tristeza, porque el pez que se resiste es el que trae la perla en su vejiga. Ahí está, parece que lo estuviera viendo, se retuerce en tirabuzón, luego se arquea en media luna hasta que, de un instante a otro, muere.”
La gente se quedaba atónita, frente a la cara de Dardo, maquillado como viejo con grandes pliegues en el rostro y en las manos. Incluso, ese día, cuando terminó la obra pasaron unos segundos antes de que los aplausos cayeran de las gradas. En zárate se notó que Dardo estaba nervioso aunque no le faltó expresividad. Cuando terminamos me dijo que fuéramos a tomar una ginebra, teníamos que hablar. En silencio caminamos unas tres cuadras, hasta que dimos con un pequeño boliche. Nos sentamos y se tomó, el primer vaso de ginebra de golpe. Pidió otro y que le dejaran la botella, porque ese era un gran día. Me miró nervioso y me dijo: “Te voy a decir la verdad. Antes de empezar la gira, estaba buscando en una enciclopedia la palabra “Dios” cuando vi, en una página, un mapa de la Argentina de finales del siglo XIX. Me resultó extraño porque parecía que estaba hecho a mano alzada. Lo miré durante horas, porque había algo en ese mapa que me llamaba poderosamente la atención. Cuando mis ojos se empezaron a cansar lo encontré. Ahí estaba, un mensaje oculto en el mapa que decía “Soltar al pez Buenos Aires” ¿no te diste cuenta? San Clemente, Ochandio, La Gloria, Trapiche, Albardón, Rodeo, Alcázar, La Dorada, Pampayasta, Elortondo, Zarate y por último Buenos Aires que es el ojo del pez” Sacó del bolsillo de atrás del pantalón un esquema de un pez sobre un pedazo de mapa donde figuraban los pueblos en donde habíamos hecho la obra:
Luego me agarró fuerte de los brazos y siguió diciendo: “Amigo, estamos concientizando a la gente para que el pez pueda volver a su océano, ¿te das cuenta? Vos estás ayudando a que esto se haga. Nos falta Buenos Aires. Cuando terminemos de hacer la obra preparate para que este país cambie de forma”. Realmente no supe qué decir, sospeché que tanto trabajo duro habían dejado secuelas en la cabeza de Dardo. Pero no me parecía bueno contradecir semejante idea, así que limité mi opinión a una velada sonrisa. Nos fuimos del bar y tuve que llevar a Dardo a la rastra hasta el hotel, ya que se había tomado más de media botella de ginebra. Él durmió hasta tarde mientras que yo seguía preocupado por la salud mental de mi amigo, con el mapa todo arrugado entre mis manos y con la última función por hacerse.
Llegamos a Buenos Aires muy cansados, con mucho dinero recaudado en la gira y me quedaba, todavía, encontrar el lugar para hacer la última función. Estaba recorriendo Capital Federal y sentía el ambiente extraño. Hacía casi un año que nos habíamos ido de la gran ciudad, alejados de toda información que tuvieran que ver con ella. Mientras recorría la plaza Lavalle recordé que mi padre era muy amigo de Michael Gielen, que había sido el encargado de la escuela de ópera del teatro Colón. Realmente era demasiado aspirar a ese lugar, pero imaginaba inocentemente que era posible. Mi padre, doctor mediocre pero con suerte, había salvado a la hija de Michael de una tuberculosis fulminante. Siempre conjeturé que la niña se había salvado sola, con fuerza de voluntad o tal vez porque Dios lo quiso. La cuestión es que justo estaban las manos de mi padre para ejecutar las acciones divinas. Así que decidido a todo me encaminé hacía el teatro y me detuve absorto frente a las escaleras que terminaban en dos columnas con balcones arriba. No recordaba cuándo había sido la última vez que había estado allí, pero todos los recuerdo no alcanzaban para imaginar tal majestuosidad. Cuando pregunté en la boletería si se encontraba el señor Gielen, la señorita me dijo que sí, que estaba en su oficina. Golpeé y enseguida me reconoció y me hizo pasar con un estilo correcto y casi exagerado. Le conté precariamente el proyecto que estábamos llevando a cabo y le dejé ver, con sutileza, que necesitábamos un teatro para hacer la última función. Me puso una mano en el hombro y me dijo que no había problema, porque el teatro no estaba teniendo muchas actividades, ya que eran tiempos políticamente complicados. Salí ansioso y bajé corriendo las escaleras del teatro imaginando la cara de Dardo al escuchar la noticia. El hotel estaba a unas quince cuadras por la calle Arturo Toscanini. Después de haber corrido unos quinientos metros, la punzada en el costado del pecho no me dejó seguir. Me detuve exhausto y en la confusión de ideas que fabricaba la emoción, empecé a preguntarme si la historia de Dardo sería o no real y que todo se estaba armando para que ese pez se soltara. Nunca había creído en cosas raras, aunque debo reconocer, que he sospechado que algo había más allá de mi comprensión. Pero en ese momento no importaba demasiado el pez. Llegué al hotel y le conté a Dardo. Creo que lo extraño por eso, por la sensibilidad que tenía y por esa magia para llorar. Fruncía el rostro de tal manera que parecía más joven, casi un niño que llora cuando encuentra a su madre después de estar perdido en la playa.
El día tan esperado llegó, estábamos todos muy nerviosos. Nunca me voy a olvidar de ese 16 de Junio. Mi familia y la de Dardo habían venido desde La Plata, en donde vivíamos. El escenario estaba hecho, ahora, en los talleres del Colón, el sueño de todo artista. Recuerdo que la sala no estaba muy llena. Aunque pasaba mucha gente por la plaza, no entraban al teatro. Detrás del telón me crucé por última vez con Dardo, me detuvo de un brazo y me dijo: “la gente está huyendo porque se dieron cuenta que el pez finalmente se va a soltar” sus ojos desencajados hicieron de esas palabras casi una sentencia. Empezó la función con aproximadamente cuatrocientas personas. Dardo desde su micro dijo el monólogo y cuando estaba por representar la parte en donde el río se lo lleva, un estruendo sacudió el teatro. Toda la gente se levantó de golpe y se apretó en la puerta hasta que otro estruendo inició gritos y llantos. Yo corría como loco de un lado a otro, hasta que me detuve y miré el escenario. Ahí estaba Dardo tirado en el piso, muy pálido y con una gran sonrisa clavada en la rigidez de su rostro. El teatro quedó desierto, salimos todos a la calle. Recuerdo que estaba muy nublado y que los aviones todavía sobrevolaban el cielo en dirección a plaza de Mayo.
*
que todo lo devora”
Manuel Brunelli , “Detrás del tiempo”
No he sabido nunca cómo ocurrió que aquel tipo, de unos cuarenta años, que se hacía llamar Dardo, un día se presentó en la puerta de mi casa y terminamos tomando vino hasta tarde. Él me buscó para que hiciéramos una obra de teatro juntos ya que nos unía el oficio de actor. Enseguida sospeché que tenía un problema con la provincia de Buenos Aires; él decía, como al pasar: “esa forma de gordo de patas flacas que tiene, me pone sentimental” y claro que no era parte de su guión, aunque él lo decía cada vez que actuaba, de forma que el público apenas llegara a reflexionar sobre lo dicho. Pero el caso no era el cambio de líneas, sino esa gira rara que un día me propuso por todo el interior de la provincia. Decía que había conseguido quien nos pague los gastos de movilidad y nosotros tendríamos que hacer la obra en una serie de pueblos que me enumeró de memoria como si hiciera años los conociera: San Clemente, Ochandio, La Gloria, Trapiche, Albardón, Rodeo, Alcázar, La Dorada, Pampayasta, Elortondo, Zarate y Buenos Aires. Yo que apenas conocía San Clemente y Zárate le pregunté si realmente eran pueblos de la provincia, a lo que contestó que eso era otra historia que ya me iba a contar con fino detalle. Me sorprendió un poco porque “fino” no era una palabra que él usara con frecuencia, aunque lo que me preocupaba era lo que pudiera tramar detrás de esa gira.
Después de que me vino a ver la primera vez, realizamos una adaptación de “Las moscas” de Sartre y la pusimos en escena durante tres años: del 51 al 54. Como a Dardo, esta puesta no le parecía adecuada para el porte de los paisanos del interior, me trajo un guión escrito por él, de un unipersonal llamado “Buenos Aires no termina aquí”. Actuaría solamente Dardo y Yo sería un especie de representante que conseguiría los lugares en los pueblos elegidos.
La obra trataba de un hombre mayor que vivía en las costas del Río de La Plata, en un arrumbado micro naranja. Este hombre, trabajado por la crudeza de la costa en invierno, subsistía gracias a que, según él, pescaba un pez llamado Buenos Aires. Este pez, grande y majestuoso, tenía varias particularidades: no tenía escamas; desde la cola hasta la cabeza todo era comestible y en su vejiga natatoria solía encontrarse una espacie de perla muy cotizada en el ambiente de los joyeros. Esto hacía que el viejo hombre de río consiguiera unos pesos para subsistir de manera precaria para alguien que quiere una vida simple y sin sobresaltos. Así lo hizo durante treinta años hasta que un día el pez Buenos Aires desapareció de las costas del río, tal vez porque se extinguió o tal vez porque un día decidió irse a otras aguas más cálidas y tranquilas. Así pasó tres años pescando sólo especies vulgares. Hasta que un día, mientras recorría la pequeña playa, le pareció ver a lo lejos la aleta de su pez. El pobre viejo, desesperado se tiró al río a buscar lo que le pertenecía. Aferrado a un tronco, permaneció durante nueve noches en el agua a la deriva, hasta que en su última agonía sintió que era llevado por un cardumen de peces Buenos Aires y era devorado en el fondo barroso del río hasta hacerse perla en la vejiga.
Debo reconocer que la historia me pareció un tanto extraña, aunque con el tiempo y el modo en que Dardo hacía de viejo pescador, llegué a emocionarme hasta las lágrimas. La gente de los pueblos se congregaba en los teatros. Cuando Dardo veía la sala llena hasta la escalera, me miraba de reojo y me decía “viste, lo vamos a lograr, ¡lo vamos a lograr!”. Tanta razón tenía, que la gira estaba siendo un éxito. Recuerdo cuando empezamos, en agosto del 54, él me dijo que era necesario hacer la primera función en San Clemente y seguir el itinerario en forma rigurosa y volvió a repetir: San Clemente, Ochandio, La Gloria, Trapiche, Albardón, Rodeo, Alcázar, La Dorada, Pampayasta, Elortondo, Zarate y Buenos Aires. Yo mismo llegué a conocer de memoria esa lista. Claro que cuando llegamos a La Gloria estábamos en La Pampa, después estuvimos en Trapiche que quedaba en San Luis y luego en Albardón que se encontraba en San Juan y así recorrimos gran parte del país, ya muy lejos de la provincia de Buenos Aires. Una noche no aguanté más y le dije que me daba cuenta de que nadie le había pedido que hiciera la gira, que era él el que ponía el dinero para los viajes y que necesitaba saber lo que pasaba. Ni siquiera me dirigió una mirada, se dio vuelta casi despectivamente y siguió durmiendo. La verdad es que nos estaba yendo realmente bien y que la plata para los viajes siempre estaba, así que no dije nada hasta Zárate. Cuando llegamos ahí, lo noté muy nervioso a Dardo. La sala como siempre estaba llena y antes de subir al escenario Dardo miró al público, después me miró con ojos graves y me dijo:
- ¿te diste cuenta de que ya estamos cerca de Buenos Aires?
- Claro, ya estoy ansioso por volver
- Volver, ¿te parece que vamos a volver al mismo lugar?
¿Qué podía decir yo a esa pregunta?.Ese día no fue su mejor actuación, pero habíamos armado una escenografía imponente, con el micro naranja detrás, por donde salía Dardo y se sentaba en el borde del escenario, muy cerca del público. Luego hacía que pescaba con una caña de utilería con un gesto paciente y seguro. Durante unos segundos, que parecían interminables, quedaba toda la sala en silencio. Era el momento en que el rostro del viejo se transformaba porque se daba cuenta de que el pez Buenos Aires ya no estaba. Entonces se levantaba, rendido. Entraba al micro, demasiado lento para mi gusto y sacaba medio cuerpo por una ventana que le habíamos hecho y decía un breve monólogo que no recuerdo exactamente, pero era algo así:
“He vivido durante treinta años del pez Buenos Aires. En las noches me duelen las manos de tirar brutalmente de la caña cuando lo aprisiono. Empiezo a quererlo cuando veo que se abre sutilmente el agua y después, cuando la cola rompe con la armonía del paisaje blando. Se resiste, tendrían que ver cómo lucha por salvarse. Mi pez conoce que se la va la vida en ese hilo redentor. Después, sobre la arena oscura, se arrastra retorciendo el cuerpo mientras lanza chillidos. Sonrío, aunque no sin tristeza, porque el pez que se resiste es el que trae la perla en su vejiga. Ahí está, parece que lo estuviera viendo, se retuerce en tirabuzón, luego se arquea en media luna hasta que, de un instante a otro, muere.”
La gente se quedaba atónita, frente a la cara de Dardo, maquillado como viejo con grandes pliegues en el rostro y en las manos. Incluso, ese día, cuando terminó la obra pasaron unos segundos antes de que los aplausos cayeran de las gradas. En zárate se notó que Dardo estaba nervioso aunque no le faltó expresividad. Cuando terminamos me dijo que fuéramos a tomar una ginebra, teníamos que hablar. En silencio caminamos unas tres cuadras, hasta que dimos con un pequeño boliche. Nos sentamos y se tomó, el primer vaso de ginebra de golpe. Pidió otro y que le dejaran la botella, porque ese era un gran día. Me miró nervioso y me dijo: “Te voy a decir la verdad. Antes de empezar la gira, estaba buscando en una enciclopedia la palabra “Dios” cuando vi, en una página, un mapa de la Argentina de finales del siglo XIX. Me resultó extraño porque parecía que estaba hecho a mano alzada. Lo miré durante horas, porque había algo en ese mapa que me llamaba poderosamente la atención. Cuando mis ojos se empezaron a cansar lo encontré. Ahí estaba, un mensaje oculto en el mapa que decía “Soltar al pez Buenos Aires” ¿no te diste cuenta? San Clemente, Ochandio, La Gloria, Trapiche, Albardón, Rodeo, Alcázar, La Dorada, Pampayasta, Elortondo, Zarate y por último Buenos Aires que es el ojo del pez” Sacó del bolsillo de atrás del pantalón un esquema de un pez sobre un pedazo de mapa donde figuraban los pueblos en donde habíamos hecho la obra:
Luego me agarró fuerte de los brazos y siguió diciendo: “Amigo, estamos concientizando a la gente para que el pez pueda volver a su océano, ¿te das cuenta? Vos estás ayudando a que esto se haga. Nos falta Buenos Aires. Cuando terminemos de hacer la obra preparate para que este país cambie de forma”. Realmente no supe qué decir, sospeché que tanto trabajo duro habían dejado secuelas en la cabeza de Dardo. Pero no me parecía bueno contradecir semejante idea, así que limité mi opinión a una velada sonrisa. Nos fuimos del bar y tuve que llevar a Dardo a la rastra hasta el hotel, ya que se había tomado más de media botella de ginebra. Él durmió hasta tarde mientras que yo seguía preocupado por la salud mental de mi amigo, con el mapa todo arrugado entre mis manos y con la última función por hacerse.
Llegamos a Buenos Aires muy cansados, con mucho dinero recaudado en la gira y me quedaba, todavía, encontrar el lugar para hacer la última función. Estaba recorriendo Capital Federal y sentía el ambiente extraño. Hacía casi un año que nos habíamos ido de la gran ciudad, alejados de toda información que tuvieran que ver con ella. Mientras recorría la plaza Lavalle recordé que mi padre era muy amigo de Michael Gielen, que había sido el encargado de la escuela de ópera del teatro Colón. Realmente era demasiado aspirar a ese lugar, pero imaginaba inocentemente que era posible. Mi padre, doctor mediocre pero con suerte, había salvado a la hija de Michael de una tuberculosis fulminante. Siempre conjeturé que la niña se había salvado sola, con fuerza de voluntad o tal vez porque Dios lo quiso. La cuestión es que justo estaban las manos de mi padre para ejecutar las acciones divinas. Así que decidido a todo me encaminé hacía el teatro y me detuve absorto frente a las escaleras que terminaban en dos columnas con balcones arriba. No recordaba cuándo había sido la última vez que había estado allí, pero todos los recuerdo no alcanzaban para imaginar tal majestuosidad. Cuando pregunté en la boletería si se encontraba el señor Gielen, la señorita me dijo que sí, que estaba en su oficina. Golpeé y enseguida me reconoció y me hizo pasar con un estilo correcto y casi exagerado. Le conté precariamente el proyecto que estábamos llevando a cabo y le dejé ver, con sutileza, que necesitábamos un teatro para hacer la última función. Me puso una mano en el hombro y me dijo que no había problema, porque el teatro no estaba teniendo muchas actividades, ya que eran tiempos políticamente complicados. Salí ansioso y bajé corriendo las escaleras del teatro imaginando la cara de Dardo al escuchar la noticia. El hotel estaba a unas quince cuadras por la calle Arturo Toscanini. Después de haber corrido unos quinientos metros, la punzada en el costado del pecho no me dejó seguir. Me detuve exhausto y en la confusión de ideas que fabricaba la emoción, empecé a preguntarme si la historia de Dardo sería o no real y que todo se estaba armando para que ese pez se soltara. Nunca había creído en cosas raras, aunque debo reconocer, que he sospechado que algo había más allá de mi comprensión. Pero en ese momento no importaba demasiado el pez. Llegué al hotel y le conté a Dardo. Creo que lo extraño por eso, por la sensibilidad que tenía y por esa magia para llorar. Fruncía el rostro de tal manera que parecía más joven, casi un niño que llora cuando encuentra a su madre después de estar perdido en la playa.
El día tan esperado llegó, estábamos todos muy nerviosos. Nunca me voy a olvidar de ese 16 de Junio. Mi familia y la de Dardo habían venido desde La Plata, en donde vivíamos. El escenario estaba hecho, ahora, en los talleres del Colón, el sueño de todo artista. Recuerdo que la sala no estaba muy llena. Aunque pasaba mucha gente por la plaza, no entraban al teatro. Detrás del telón me crucé por última vez con Dardo, me detuvo de un brazo y me dijo: “la gente está huyendo porque se dieron cuenta que el pez finalmente se va a soltar” sus ojos desencajados hicieron de esas palabras casi una sentencia. Empezó la función con aproximadamente cuatrocientas personas. Dardo desde su micro dijo el monólogo y cuando estaba por representar la parte en donde el río se lo lleva, un estruendo sacudió el teatro. Toda la gente se levantó de golpe y se apretó en la puerta hasta que otro estruendo inició gritos y llantos. Yo corría como loco de un lado a otro, hasta que me detuve y miré el escenario. Ahí estaba Dardo tirado en el piso, muy pálido y con una gran sonrisa clavada en la rigidez de su rostro. El teatro quedó desierto, salimos todos a la calle. Recuerdo que estaba muy nublado y que los aviones todavía sobrevolaban el cielo en dirección a plaza de Mayo.
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