Tira la soga en la superficie, se tensa, afloja y vuelve a tensar.
No hay nada nuevo en los árboles de enfrente como para que un día venga y me recueste en uno de ellos. Saben más los muertos que uno mismo y nos ahogamos tratando de conocer lo que no nos gusta o lo que nos gusta y decidimos que es mejor no sufrir, pero nos queda más cerca el camino de la nostalgia.
Una soga se cruza por delante de la otra y se tensa de nuevo.
Camino hacia el puente que interviene entre este pueblo y el de al lado, recorro el borde, me muestro inestable a los ojos de quien podría haber estado allí parado y no está por negligencia o simplemente porque ese día no ha ido al puente. Le parecerá gracioso que hasta me afecten los ojos de los que no están, pero siempre son las miradas más inquisidoras porque son las mías reflotando en una imagen que podría haber estado. Ahora veo un pez y luego muchos de ellos, infinita cantidad de ellos, como si esta vertiente nadara en sí misma.
Otra soga una poco más gruesa, tal vez, cruza perpendicular a las otras dos, hace una curva hacia el interior y se tensa formando dos V en espejo.
Entro a la iglesia de la infancia y escucho su soledad retumbante, me arrodillo como quien
observa una foto ya vista más de cien veces, miro hacia arriba como si en ese arriba se mezclaran las plegarias para hacerse una sola muy fuerte y muy reclamante. Me levanto y voy hacia la cruz suspendida en el púlpito, la arranco de su suspensión y la arrastro hacia afuera. El ruido se vuelve eterno en ese río de bancos de madera.
En el extremo de una de las sogas hay otra cuerda que se anuda estrangulando el cruce en V. Se tensa para el otro extremo y desvía el punto de contacto de las otras sogas.
Levanto el polvo de la calle para que se note que camino, de vez en cuando me gusta demostrar que me desplazo porque si no el caminar muchas veces pierde el sentido. Doy pequeñas patadas a la tierra, casi imperceptibles como un campesino cansado de amar, al que ese día le ha gustado que las caras miren el surco que se dibuja en la mitad de la cotidianeidad.
Diez hilos de espesor diez veces menor al de las sogas tensan sin sentido las V deformadas; uno de ellos se rompe en el esfuerzo.
Apaciguo la mirada en las bocas abiertas, apresuro un poco el paso y arrastro aún más los pies; el sudor se hace ahora espeso y meloso como el veneno de una araña; se mezcla un poco con el polvo y dibuja un surco rojizo en mi perfil derecho y el hombro se adormece de manera abrupta. El perro que niega mi sombra más de dos veces no se digna a ladrar.
Otros diez hilos de igual espesor que los anteriores tensan por debajo de los otros y arriman todo el conjunto hermanado hacia el suelo.
Entro en el prostíbulo para ver si hay alguien que espera por mí. Una mujer se acerca, sucia por el calor de ese día, semi-desnuda, provocante. La miro silencioso, tomo su mano, me arrodillo y le beso los pies. Agradecida termina de desnudarse por completo y acerca mi cabeza a su vientre.
Un hilo muy fino, casi imperceptible, se cuela por entre los grandes nudos y se extiende sin deformaciones hasta lo visible.
Voy derecho hacia el árbol y tiro un extremo de la soga en una rama extendida como un brazo bien abierto. Hago un lazo en el extremo que ya es parte del otro lado. Las manos me duelen un poco por el sangrado constante, me duele un poco más haber dicho lo que dije, creí que no soportaría la cena.
Hilos muy delgados e infinitos se entrecruzan y ensombrecen la escena de las V y los grandes nudos.
De repente encuentro en los árboles de enfrente la redención y en una punto de la corteza entiendo que estoy parado en el borde del puente, que arrastro un cristo inocente y que reparto los panes mientras paso la soga alrededor de mi cuello por traidor.
Sogas muy gruesas se entrelazan oscureciendo abruptamente el entramado delgado que se dibuja por debajo.
Retiro el cuello amenazado y salgo a caminar impaciente por el sendero de polvo, miro hacia atrás, las manos ya no sangran y sólo quedan algunas cicatrices.
viernes, 11 de julio de 2008
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